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¿Por qué los estudiantes coreanos son los mejores del mundo?


So-jung Kim tiene 15 años y vive en la capital, Seúl. Pertenece a una generación que
 asombra al mundo. Los adolescentes surcoreanos arrasaron en el último informe
PISA, que compara el nivel académico de los países de la OCDE en matemáticas,
ciencias y lectura. España cosechó unos resultados mediocres. Junto a la ciudad
china de Shanghái, Corea del Sur dio la campanada desbancando a Finlandia del
primer puesto. El sistema educativo del país asiático se considera un modelo de
éxito en el resto del mundo. El 98 por ciento de los surcoreanos finaliza la educación
secundaria y casi el 60 obtiene un título universitario; en España, donde el curso ha
 empezado de manera convulsa, con recortes presupuestarios y profesores en pie
de guerra, el fracaso escolar llega al 30 por ciento.
Paradójicamente, no sacan pecho. Si los surcoreanos son los primeros de la clase,
es a fuerza de codos. Su excelencia se basa en el sobreesfuerzo. Los alumnos están
sometidos a una presión enorme. Su nivel de estrés es el mayor de la OCDE. Estudian
50 horas a la semana, 16 más que en el resto de los países desarrollados. Y su índice
de felicidad es el más bajo; en contraste con los chavales españoles, que lideran esta
clasificación. En este sentido hay que apuntar que unos doscientos menores se
suicidaron en 2009, en parte por malas notas. Y su déficit de sueño, similar al español
(un par de horas), no se debe al chat o la consola. Sencillamente, se llevan los apuntes
a la cama.

Si se compara con Finlandia, donde las clases son muy cortas y apenas se mandan
deberes, solo hay un elemento en común: la calidad de los profesores. «Es una
profesióncon mucho prestigio y muy respetada. Tanto que la mayoría de las chicas
quieren ser profesoras», comenta So-jung Kim. Los maestros tienen buen sueldo y
autoridad en clase. Pero también se quejan: las aulas están masificadas y los alumnos,
con frecuencia, agotados por las clases extra. De hecho, dos de cada tres se apuntan
a una o varias academias privadas, llamadas hagwon. «Como profesor, me duele que
padres y alumnos  confíen más en las tutorías privadas que en la enseñanza pública.
La razón es que Corea ha sido una meritocracia desde la caída del sistema de castas.
Solo hay una manera de escalar en la jerarquía social: llegar a una universidad de
prestigio. Por eso, tantos padres  obligan a sus hijos a lograr este objetivo a cualquier
coste. La competencia es cada vez más despiadada y cualquier ayuda puede suponer
una ventaja decisiva», se lamenta Un-ju Han, profesor de instituto.

El profesor Sun-woong Kim señala otra paradoja: Corea del Sur es el país que más
estudiantes envía al extranjero; de hecho, copan los primeros puestos en las pruebas
de selección de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos. Pero, de repente,
algo falla. Cuando ya han conseguido lo más difícil, meter la cabeza en Harvard o Yale, se
desfondan. Parece como si después de tanto esfuerzo la relativa libertad de la vida en el
campus haga que se relajen en exceso. Además, aunque sean obedientes y memoricen
como nadie, no destacan por su creatividad ni por el trabajo en equipo. Muchos acaban
aislados y un 44 por ciento fracasa.

Algunos expertos lo achacan al excesivo énfasis en la disciplina. La impuntualidad o no
terminar los deberes son faltas graves y pueden ser castigadas con unos azotes.
En ocasiones, toda la clase paga por la ofensa de un solo alumno. El uniforme escolar tiene
que estar impecable. Las chicas no se pueden maquillar y los chicos tienen prohibido llevar
el pelo largo. El rigor se extiende al ámbito de las relaciones. Socializar se considera una
pérdida de tiempo. Cuatro de cada cinco colegios censuran los noviazgos entre estudiantes.
Un grupo religioso incluso premia con diplomas la virginidad. Se desquitan como pueden,
enviando más mensajes de móvil que nadie: 2000 al mes. «En mi juventud, el trato de los
profesores era mucho más severo; ahora es más cercano», matiza Jung-ah Yoo, la madre
de Kim.
La quinceañera lo lleva con paciencia. «Mi padre quiere que me dedique a la medicina,
como él; mi madre, que sea profesora. Pero no me siento presionada por sus expectativas.
Yo tengo claro lo que quiero ser: guionista. Y ellos respetarán mi decisión. Estudiaré dos
carreras: Periodismo y Comunicación Audiovisual. Me faltan cuatro años para presentarme
a las pruebas de acceso a la universidad. Ya me estoy preparando. Pero por mucho que
estudie, no sé si estaré entre las mejores», reconoce. ¿Agobiada? «Soy feliz», puntualiza.
Cinco de cada seis estudiantes confiesan que no lo son.
Carlos Manuel Sánchez


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